domingo, 22 de febrero de 2009

Uno mío.

TEATRO.

Había pasado mucho tiempo. Ella seguía agonizante, en una de las sucias camas del hospital.
Todos los días él pasaba unos minutos a acompañarla, a veces se quedaba tardes completas…para él, el tiempo no pasaba. Para ella…a ella le quedaba muy poco.
Los días en que la fiebre la cegaba, llamaba a su novio, reclamaba por verlo. Se arrancaba los cabellos y corría escaleras abajo. Cuando llegaba al primer piso del hospital y estaba apunto de escapar, unos hombres la atrapaban y la llevaban a la esquina donde le inyectaban su dosis diaria de calmante…
Dopada por las drogas se veía muy hermosa, a pesar de que la habitación era oscura, la luz entraba por una pequeña ventana que se situaba tan alto, imposible de alcanzar para ella.
Un día despertó muy inquieta y se sentó en la cama, sudaba. Ese día su novio no llegó, tampoco el siguiente, ni el que viene después. Así pasó un mes, y ella… ella rogaba por más tiempo. En sus momentos de lucidez le escribía cartas desesperadas, horrorosas, que espantaban a cualquiera, con plegarias llenas de esperanzas. Pero ella nunca recibió una carta de vuelta.
Se acercaba la hora de su muerte. Gritaba. En sus ojos se podía ver el terror que se apoderaba de su cuerpo.
Estaba frágil y delgada, su pelo ya llegaba a la cintura, aún así tenía espacios en que se asomaba la piel en su cabeza.
Delirante exigió un teléfono. Él demoró muy poco en contestar. Su voz se escuchaba trémula, como si supiese lo que pasaba. Antes de que ella lograra pronunciar palabra, él habló, a gritos: “¡¡Ya voy nena, ya voy!!”
Unos minutos mas tarde, apareció él. Se veía demacrado. Traía consigo un ramo de rosas blancas.
Ella lo miraba, pero los ojos ya no le respondían. Primero blancos, luego se tornaban negros y sus pupilas se dilataban.
“Estas guapísima…” dijo él, esbozando una sonrisa.
Comenzó con convulsiones, él se arrodilló a su lado y tomó su mano temblorosa. Las convulsiones eran cada vez más fuertes… “¡¡Una enfermera, que alguien llame a una enfermera!!”
Le era imposible calmarla, mantenerla quieta… Ella clamaba: “¿Por qué? ¿Por qué?”. Sus gritos resonaban y se volvían como mil voces que exigen una respuesta.
“No podía verte así querida, terminé por enfermar yo también… perdóname mi nena. Perdóname”
Llegaron las enfermeras, pero ya era tarde. Ya no convulsionaba, no clamaba… no respiraba.
Él estaba como loco. Le besaba el pelo y le palmoteaba las mejillas. “¡¡Te amo maldita estúpida!! ¡Despierta imbéci! Sé que eres capaz… Te amo”.
Cerró sus ojos. Con furia se arrancó el corazón y luego depositó la masa de carne sobre el pecho de la nena. Su cabeza cayó sin vida… pero su mano siguió aferrada a la de ella.
La sangre salpicaba los rostros desmayados, pálidos de ambos. Salpicaba las rosas tiradas en el suelo, las tenía de rojo. Salpicaba los delantales blancos de las enfermeras, mientras éstas corrían histéricas y salían de la habitación.
Parecía una escena sacada de una obra de Shakespeare…
¿Por qué tuviste que engañarme? Me traicionaste maldito, luego caí en el hospital. Enfermé de amor, hasta enloquecer. Es que ya nada era como antes, no podía sonreír ni comer. Me arrebataste la vida imbécil y luego pagaste con tu propia sangre.
“Aún así, yo también te amo” quise decir, pero ya estaba muerta y tu también.
Parecía una escena sacada de una obra de Shakespeare… pero sólo estábamos tú y yo para observarla. El precio de la entrada a ese teatro terminó por costarnos la vida.



C.

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